Devoción


Pero ahora no podía dejar por más tiempo de creer en la realidad del amor, puesto que el mismo Dios había amado a su alma individual con un amor divino por una eternidad toda. Gradualmente, según su alma  se iba enriqueciendo en conocimiento espiritual, iba viendo cómo el mundo todo formaba una expresión simétrica del poder y el amor de Dios. La vida se convertía en un don divino, y por cada sensación, por cada momento, su alma tenía que alabar y dar gracias a Dios, aunque no fuera más que de ver cómo colgaba una hoja de la rama de un árbol.
El mundo, no obstante su solidez y su complejidad, ya no existía para la usurpadora más que como un teorema de la universalidad, el amor y el poder divinos.
Y tan íntegra e incuestionable era la sensación de un divino sentido que la naturaleza le daba, que llegó a casi no comprender para qué era necesario que siguiera existiendo en el mundo.
Y, sin embargo, esto formaba parte del designio divino y no era ella, por tanto, quien lo había de discutir, ella menos que nadie, pues había pecado tan gravemente, tan horrendamente contra los designios de Dios. Mansa y abatida por este conocimiento de una realidad eterna, omnipresente y perfecta, se refugió de nuevo en su carga de devociones, misas, preces, mortificaciones y sacramentos, y sólo entonces por primera vez desde que cavilaba en el gran misterio del amor, sintió dentro de sí un cálido movimiento como de algo recién nacido, una nueva vida o una nueva virtud de su propia alma. La actitud de éxtasis que conocía por el arte sagrado, las manos separadas y en alto, los labios entreabiertos, los ojos como los de quien está próximo a desmayarse, esta actitud llegó a ser para ella la imagen del alma en oración, humillada y débil delante de su Creador .

Tomado de algún lugar sin permiso.

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