Vincent Van Gogh



Corre el año 1876 en Europa. El joven tiene veinticuatro años. Su mente está llena de desordenadas imágenes saturadas de color y significado. Ve la misma realidad que todos ven, pero la describe diferente a como todos la describen. En su forma de vestirse, de comunicarse y de actuar, este muchacho es diferente a los demás. Tiene una expresión diferente. Definitivamente, no es como todos.

El ha aprendido a reconocer la pasión que tiene por la pintura. Haber nacido en una casa de pastores no ha ayudado. Su padre, un pastor protestante, no comprende mucho a los artistas, pero hay familiares que sí y lo animan a desarrollar el artífice que lleva adentro.

Siendo hijo de pastor, siente la común y absurda presión de la iglesia de continuar con la tradición familiar. Aunque vivía en Holanda, decide irse como evangelista y pastor a unos campos mineros cerca de Londres. Todos esperan a un “pastor”, no a un pintor. Su estilo de vida bohemio y soñador no es lo que la gente espera de un pastor. Aunque el rey David era poeta, músico y medio loco, a este otro le permitían poco.

Trabajando entre los pobres, predicando y enseñando, en su mente él seguía pintando. Miraba el cielo y pensaba: “La noche tiene más riqueza de color y está más viva que el mismo día”. Caminaba fuera del pueblo cuando podía. Lo observaba de lejos. Todo apuntaba al cielo. La montaña. La cúpula delgada de la iglesia. Los siempre oscuros y verdes cipreses. La gente lo miraba y decía: “El predicador está loco. Se la pasa en la colina viendo al horizonte. Es raro”.

Su primer sermón en ese pueblo lo basó en el Salmo 119:19: “Forastero soy yo en la tierra; no encubras de mí tus mandamientos.” Y se centró en el tema: “No soy de aquí”. A los feligreses les pareció bien el sermón, no sabiendo lo que significaba para el predicador. Sin embargo, él sabía lo que era ser “extranjero”. Sabía lo que era sentirse solo y aislado. No comprendido. Si alguien sentía que no pertenecía en un mundo que todo lo miraba igual, era él.

La lucha continuaba. Los sencillos feligreses no podían reconciliar la personalidad excéntrica de un artista con el concepto tradicional de un pastor. Entonces, no siendo muy bien aceptado, nuestro colorido y flemático bohemio regresa a su casa en Holanda. Pensando que no fue efectivo en el pueblo minero por falta de entrenamiento, el apasionado pintor se inscribe en el seminario teológico para poder prepararse mejor para el “ministerio”.

“Necesito que alguien me enseñe cómo servir a Dios”, se repetía, aduciendo que solo había una forma de “servir a Dios”. Oraba: “Llevo una voz por dentro que tiene algo que decir, Señor, quiero hablar”. Pero, ¿quién iba a entender a un joven pintor para quien el color era un lenguaje y el lienzo una voz?

En el seminario corre la misma suerte: no le dan valor porque no tiene el talento de “hablar y predicar”. Lo que no ven es el maravilloso talento que tiene de pintar la impresión que le causaba el mundo alrededor. No tenían cabida para esta mente creativa. Se retira del seminario con un profundo sentimiento de frustración. Cansado, ya no lucha por darse a entender. Lo derrota su misma intensidad. Intensidad latente que puede ser vista y sentida en sus pinturas.

El no podía servir a Dios. No era un apóstol, no era profeta, ni evangelista. No era pastor ni maestro. No, no era nada de esto. Al menos en la forma tradicional. Era un simple artista con ojos de poeta, con corazón de soñador y con voz de pincel. De esa forma, la jerarquía eclesiástica mandaba: “Así no se puede servir a Dios. Puedes adornar la iglesia, pero no puedes adorar”.

Ese era el pensamiento convencional de la época, muy parecido al nuestro: si quería servir a Dios, tenía que estudiar Teología. Como artista no podía. Tenía que ser predicador. Nadie le dijo que la pintura es una voz que muchas veces habla más fuerte que la predicación, la enseñanza y la canción.

Y esta voz con trazos de color dejó de predicar y se quedó pintando en el desierto. En el desierto de la cultura bohemia y artística. Ciento cincuenta años después, muchas de las pinturas de este fracasado predicador, Vincent van Gogh, nos predican.

Cuando yo estaba estudiando fotografía en Nueva York, la primera clase en la materia de composición no la tuvimos en un salón de clase, sino en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. El maestro nos llevó por las diferentes galerías de pinturas, por los diferentes períodos del arte hasta llegar a los postimpresionistas.

En una pared, solitaria, como no necesitando de nada para acompañarla, está colgada “Noche estrellada”, obra maestra de Vincent van Gogh. El cuadro refleja una noche azul con estrellas enormes. Los trazos, la profundidad, las texturas, atraparon mi mirada cautivándome para siempre. Y sentado en el suelo del museo con mis ojos prendidos a “Noche estrellada” pude observar la creación nocturna de Dios a través de los ojos de este joven europeo que un día quiso pero no le permitieron ser pastor.

Van Gogh, como todo artista, es una figura misteriosa y fascinante. Me pregunto qué sería de él si hubiera crecido hoy en día en una de nuestras iglesias. A juzgar por lo que hemos hecho con algunos de nuestros talentosos jóvenes, al mundo se le hubiera privado de tener la maravillosa expresión de este artista.

Texto tomado del capítulo "Cultura" de La Generación Emergente

Junior Zapata
Editorial Vida, Florida 2005


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